Vivimos en tiempos difíciles, tal vez los haya habido peores, pero para mí, estos son los momentos más tristes de la historia.
A cada viviente su contexto histórico se le debe haber dibujado con el propio color de su mirada.
Pues estos días son tristes. El mundo no deja de arder, hay huesos, tantos y más cómo en el holocausto, hay muertes tantas y más cómo en las peores pestes, hay niños sin nombres que mueren recién nacidos y todos los días son los días de los inocentes.
Hay voraces bocas que todo lo desmoronan, con sucios dientes proclaman el milagro absurdo de seguir en pie como si nada, como si todo, como si esta deformidad fuera digna.
Este paraíso, si es que hubo un Dios que alguna vez soñó con algo bello, se ha convertido en una subasta de carnes.
La vida parece una caminata inútil entre el deseo, la vorágine de tener y ser y una mirada de dolor constante y mortal.
Un levantarse del suelo para caer con todo el peso de la tristeza.
Este es el peor día, aunque mi estúpida obstinación quiera creer, con todas las fuerzas que sostienen la vida, que mañana brillará un sol nuevo y el viento traerá sonidos y aromas que embellezcan este lugar.
Decir vivimos, es una forma hipócrita de seguir en este infierno.
Vivimos, porque no estamos muertos, porque aún no nos enterraron del todo y no nos acallaron a golpes todavía.
Vivimos porque aún no se contaminó del todo el aire que nos rodea y porque de alguna manera sostenemos algo que le sirve a alguien.
Pendemos de un hilo y vamos sobre la cuerda floja tendida bajo nuestra pequeñita y absurda esperanza de llegar vivo al otro lado en donde nada nos espera.
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