Mermelada
En la noche, que anidaba la calma de las aves, con hojas del otoño, encendí la hoguera.
Elegí las hierbas que habitaban el bosque, elegí las frutas que guardaban el recuerdo de las flores.
Desnudé las amarillas peras, a las soberbias manzanas, a los delicados duraznos, a los membrillos cargados de sol y en la redondez de las ciruelas, se detuvieron mis dedos imaginando que era tu piel.
El caldero hablaba su idioma de agua y fuego con la luna.
Corté las frutas por la mitad de la mitad, pensando en esa mitad de mí, que andaba en ti por los caminos, en esa mitad de ti que mi boca guarda y en el dulce placer que las frutas deshechas y mezcladas nos regalarían.
Las puse a hervir en el caldero y las rocié con azúcar y esperanza, con vainilla e ilusiones con hojas de menta y calma.
Revolví las horas, mantuve el fuego y mientras esperaba, estrujé un limón y una naranja y vertí los jugos junto con mis lágrimas.
El vapor empalagaba mi cuerpo, las ramas, el río y las estrellas. De a poco, en manos del fuego, en el vientre del caldero se rompían los cuerpos tiernos, se mezclaban y se hacían más dulces que en las plantas.
Cuando se aquietó el hervor furioso del agua las frutas eran una dulce totalidad que despertaba los deseos de la luna.
Dejé que el rocío con sus gotas enfriara el dulce, separé el cristalino resultado en recipientes de vidrio y pensé en esa totalidad que estaba separando, que no podía dejar de ser el dulce resultado de la unión de las mitades.
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